jueves, 27 de abril de 2017

MARIA ANTONIETA, AZOTE DE FRANCIA

Yo, María Antonieta, Archiduquesa de Austria y Reina destronada de Francia, levanto mi voz desde la tumba para reinvindicar mi dignidad vapuleada por una chusma sedienta de venganza.
El dolor estrangula mi garganta al recordar el momento en que caminé hacia el cadalso por las calles de París colmadas de personas, en los balcones, en los tejados, abucheándome...insultándome. Las mismas personas que años atrás me vitorearon al llegar a Francia para contraer nupcias con Luis.
¡Condenada a morir en la guillotina a los 37 años! Pero, ¿por qué? Aún no lo entiendo.
Yo era feliz en mi Austria natal, sin embargo, mis mayores se empecinaron en arrancarme de ese cálido nido para arrojarme en otro nido, pero de víboras: Versailles.
Catorce años tenía cuando me entregaron a Luis, el Delfín de Francia, un joven gordo y aburrido. ¿Qué culpa tuve yo entonces de querer divertirme? Adoraba el teatro, la música ( siendo yo pequeña. vino a mi palacio un niño que me deleitó con sus interpretaciones en el piano, creo que se llamaba Amadeus...¡sí, Amadeus Mozart), el juego de azar, los bailes de máscaras y los vestidos...tuve cientos, extravagantes y suntuosos. ¡Ah! y  mi mayor placer...las confituras.
A Luis le encantaba la caza del zorro. Para él no era problema levantarse al amanecer y regresar por la noche muerto de cansancio por el esfuerzo. ¡Cómo lo odié por abrazar esa cruel afición! Yo amo los animales y en vano luché contra esa maldita tradición de cazar a un animalito indefenso que despedazan los perros para diversión de un grupo de tontos aristócratas. En fin, por mucho que pataleé y lloré no logré que Luis desistiera de su sanguinario entretenimiento. ¡Y era a mí a la que se la acusaba de superficial y caprichosa!
En 1774 Luis y yo nos convertimos en reyes. A mi marido se lo empezó a llamar Luis XVI y a mí "el azote de Francia" o "la austríaca". En la corte me tildaron de caprichosa sólo por destituir a algunos ministros que no me caían bien. ¿Acaso está mal que alguien,quien quiera que fuese,  para dirigirme la palabra tuviera que pedir previamente una audiencia?
Se me acusó injustamente de no quedar embarazada, de no darle un heredero a la corona francesa. ¡Habráse visto semejante infundio! No fue mi culpa si durante siete años Luis no pudo copular por padecer de un estrechamiento del prepucio, lo que le producía un dolor terrible cuando se le provocaba una erección.
Y yo, joven y ardorosa, ¿debía mantenerme célibe? ¡Por Dios, no! Eso sí, siempre fui cautelosa y discreta con mis amantes. Nunca fue mi intención avergonzar a mi dulce Luis.
Finalmente, después de ocho años de matrimonio nació una bella niña y en 1781, pude respirar aliviada al dar a luz a Luois Joseph Alexander. Me volqué a ellos con dedicación y ternura.
Pero la maledicencia no me dio tregua.  Esta vez se me acusó de acostarme con el cardenal Rohan para conseguir un collar de diamantes.  Collar que no se le pagó al joyero. Por supuesto que clamé por el arresto del calumniador., ¡"hombre de Dios", ja! Permítanme que me ría.
Se realizó una investigación por insistencia de mi marido y resultó que ni el cardenal ni yo éramos culpables, sino un par de estafadores que utilizaron el nombre del cardenal para embaucar al joyero.
Al cardenal se lo disculpó, pero yo fuí tratada con gran desconsideración por el pueblo. Me odiaban.
Entretanto la situación política y social en el país se acercaba al abismo. De repente nos vimos atrapados en una revolución que amenazaba nuestras vidas. Le rogué a Luis que huyéramos con los niños, él se negó. Y cuando lo hicimos, nos detuvieron y nos encarcelaron en la prisión del Temple. Luis fue depuesto.
En las calles, el populacho pedía la cabeza de Luis. Y Robespierre, ese maldito lider jacobino, lo sentenció a la guillotina. ¡Mi querido y buen Luis! Su cabeza fue expuesta para regocijo de la plebe.
En 1793 me procesaron por actividades contrarevolucionarias, por impedir la abolición de los derechos feudales, por burlarme del hambre del pueblo. Yo nunca dije: "Si no tienen pan, que coman pasteles". ¡Lenguas viperinas esparciendo veneno en mi contra! Hasta llegaron a decir que tuve relaciones incestuosas con mi hijo. ¡Mon Die!, que bochorno.
En una sala oscura y con piso de madera, hice frente con decoro un juicio que duró quince horas con decenas de testigos que me inculparon.
Me defendí con dignidad, pero de nada sirvió, me condenaron a morir en la guillotina.
Pasé mis últimas hora en el Conciergerie. Rosalie, mi fiel criada, me acompañó hasta el final, así como también, mi perrito preferido.
El 16 de octubre de 1793, el día de mi ejecución, cortaron mi largo y precioso cabello para dejar al descubierto mi cuello, así la guillotina haría mejor su trabajo.
Vestida con una larga túnica blanca y las manos atadas a la espalda, subí a un carro que recorrió las calles de París recibiendo insultos y humillaciones. El morbo mezclado al afán de venganza. Yo nunca perdí la entereza, lo soporté todo con orgullo y majestuosidad.
Subí las escaleras de la tarima de madera y me puse delante de la guillotina. Temblaba, el miedo me estrangulaba, sin embargo, me mantuve altiva. Nada sabía de la suerte de mis hijos, esa era mi amargura.
Cuatro torturantes minutos duró el terrible desenlace. Sentí el filo de la guillotina acariciar mi piel y después...la oscuridad y el silencio...
Repito, yo, Maria Antonieta, me alzo de mi tumba para cuestionar a la Historia que me presenta como exéntrica, superficial y lujuriosa.
Me condenaron no a una muerte deshonrosa, que sería tal para los criminales y yo no lo fui, sino a una muerte que me reunió con mi Luis. Pido perdón a todos aquellos a los que hice daño, sin ser esa mi intención.
Fui una mujer marcada por un destino déspota que sólo quiso ser feliz.